
EL VERDADERO NACIMIENTO HISTÓRICO DE JESUCRISTO
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Este texto de meditación está tomado de las visiones místicas de la beata Ana Katharina Emmerick, apuntadas por gran escritor alemán Clemente Brentano y recogidas en el libro "Vida de María Madre" (Ed. Sol de Fátima, Madrid 2005).
...Entraron en Belén. Las casas aparecen muy separadas unas de otras. María se quedó tranquila, junto al asno, al comienzo de una calle, mientras José buscaba inútilmente alojamiento entre las primeras casas. Había muchos forasteros y se veían numerosas personas yendo de un lado a otro. Después de algún tiempo José volvió a María, diciéndole que no era posible encontrar alojamiento; que debían penetrar más dentro de la ciudad. Caminaban llevando José al asno del cabestro y María iba a su lado. Cuando llegaron a la entrada de otra calle, María permaneció junto al asno, mientras José iba de casa en casa; pero no encontró ninguna donde quisieran recibirlos. Volvió lleno de tristeza hacia María. Esto se repitió varias veces, y así tuvo María que esperar largo rato. En todas partes decían que el sitio estaba ya tomado, y habiéndolo rechazado en todas partes, José dijo a María que era necesario ir a otro lado en donde, sin duda, encontrarían lugar. Retomaron la dirección contraria a la que habían tomado al entrar y se dirigieron hacia el Mediodía. Siguieron una calleja que más parecía un camino entre la campiña, pues las casas estaban aisladas, sobre pequeñas colinas. Las tentativas fueron también allí infructuosas.
Llegados al otro lado de Belén, donde las casas se hallaban aún más dispersas, encontraron un gran espacio vacío, como un campo desierto en el poblado. En él había una especie de cobertizo y a poca distancia un árbol grande, parecido al tilo. José condujo a María bajo este árbol, y le arregló un asiento con los bultos al pie, para que pudiera descansar, mientras él volvía en busca de mejor asilo en las casas vecinas. El asno quedó allí con la cabeza pegada al árbol. María, al principio, permanecía de pie, apoyada al tronco del árbol. Su vestido de lana blanca, sin cinturón, le caía en pliegues alrededor. Tenía la cabeza cubierta por un velo blanco. Las personas que pasaban por allí la miraban, sin saber que su Salvador, su Mesías, estaba tan cerca de ellos. ¡Qué paciente, qué humilde y qué resignada estaba María! Tuvo que esperar mucho tiempo. Por fin se sentó sobre las colchas, poniéndose las manos juntas en el pecho, con la cabeza baja. José regresó lleno de tristeza, pues no había podido encontrar posada ni refugio. Los amigos de quienes había hablado a María apenas si lo reconocían. José lloró y María lo consoló con dulces palabras. Fue una vez más, de casa en casa, representando el estado de su mujer, para hacer más eficaz la petición; pero era rechazado precisamente a causa de eso mismo.
El paraje era solitario. No obstante, algunas nido mirándola de lejos con curiosidad, como sucede cuando se ve a alguien que permanece mucho tiempo en el mismo sitio a la caída de la tarde. Creo que algunos dirigieron la palabra a María, preguntándole quién era. Al fin volvió José, tan conturbado, que apenas se atrevía a acercarse a María. Le dijo que había buscado inútilmente; pero que conocía un lugar, fuera de la ciudad, donde los pastores solían reunirse cuando iban a Belén con sus rebaños: que allí podrían encontrar siquiera un abrigo. José conocía aquel lugar desde su juventud. Cuando sus hermanos lo molestaban, se retiraba con frecuencia allí para rezar fuera del alcance de sus perseguidores. Decía José que si los pastores volvían, se arreglaría fácilmente con ellos; que venían raramente en esa época del año. Añadió que cuando ella estuviera tranquila en aquel lugar, él volvería a salir en busca de alojamiento más apropiado.
Salieron, pues, de Belén por el Este siguiendo un sendero desierto que torcía a la izquierda. El camino se subía un tanto al principio, luego des-cendía por la ladera de un montecillo, y los condujo en algunos minutos al Este de Belén, delante del sitio que buscaban, cerca de una colina. En la extremidad Sur de la colina, estaba la gruta en la cual José buscó refugio para María. Había allí otras grutas abiertas en la misma roca. La entra-da estaba al Oeste y un estrecho pasadizo conducía a una habitación redondeada por un lado, triangular por otro, en la parte Este de la colina. La gruta era natural; pero por el lado meridional, se habían hecho algunos arreglos consistentes en trabajos toscos de mampostería. Por el lado que miraba al Mediodía había otra entrada, que generalmente estaba tapiada. José volvió a abrirla para mayor comodidad. La entrada común a la gruta del pesebre miraba hacia el Oeste. Desde el lugar se podían ver los techos de algunas casitas de Belén. Las paredes de la gruta, aunque no completamente lisas, eran bastantes uniformes y limpias, hasta agradables a la vista. Al Norte del corredor había una entrada a otra gruta lateral más pequeña. Pasando delante de esta entrada, se hallaba el sitio donde José solía encender fuego; luego la pared daba vuelta al Noreste en la otra gruta, más amplia, situada a mayor altura. Allí he visto más tarde el asno de José. Detrás de este sitio había un rincón bastante grande, donde cabía el asno con suficiente forraje. En la parte Este de esta gruta, frente a la entrada, fue donde se encontraba la Virgen, cuando nació de ella la Luz del mundo. En la parte que se extiende al Mediodía estaba colocado el pesebre donde fue adorado el Niño Jesús.
Era bastante tarde cuando José y María llegaron hasta la boca de la gruta. La borriquilla, que desde la entrada de la Sagrada Familia a Belén había desaparecido corriendo en torno de la ciudad, corrió entonces a su encuentro y se puso a brincar alegremente cerca de ellos. Viendo esto la Virgen, dijo a José: "Ves, seguramente es la voluntad de Dios que entremos aquí." José condujo el asno bajo el alero, delante de la gruta; preparó un asiento para María, la cual se sentó mientras él hacía un poco de luz y penetraba en la gruta. La entrada estaba un tanto obstruida por atados de paja y esteras apoyadas contra las paredes. También dentro de la gruta había diversos objetos que dificultaban el paso. José la despejó, preparando un sitio cómodo para María, por el lado del Oriente. Colgó de la pared una lámpara encendida e hizo entrar a María, la cual se acostó sobre el lecho que José le había preparado con colchas y envoltorios. José le pidió humildemente perdón por no haber podido encontrar algo mejor que este refugio tan impropio; pero María, en su interior, se sentía fe-liz, llena de santa alegría. Cuando estuvo instalada María, José salió con una bota de cuero y fue detrás de la colina, a la pradera, donde corría una fuente, y llenándola de agua volvió a la gruta.
Más tarde fue a la ciudad, donde consiguió pequeños recipientes y un poco de carbón. José volvió trayendo carbones encendidos en una caja enrejada; los puso a la entrada de la gruta y encendió fuego con un manojito de astillas; preparó la comida, que consistió en panecillos y verduras cocidas. Después de haber comido y rezado, José preparó leche para María Santísima. Sobre una capa de juncos tendió una colcha semejante a las que yo había visto en la casa de Ana y puso otra arrollada por cabecera. Luego metió al asno y lo ató en un sitio donde no podía incomodar; tapó las aberturas de la bóveda por donde entraba aire, y dispuso en la entrada un lugarcito para su propio descanso.
Cuando empezó el Sábado, José se acercó a María, bajo la lámpara, y recitó con ella las oraciones correspondientes; después salió a la ciudad. María se envolvió en sus ropas para el descanso. Durante la ausencia de José la vi rezando de rodillas. Luego se tendió a dormir, echándose de lado. Su cabeza descansaba sobre un brazo, encima de la almohada. María pasó la fiesta del Sábado rezando por la mañana en la gruta, meditando con gran concentración. José salió varias veces: probablemente fue a la sinagoga de Belén. Los vi comiendo alimentos preparados días antes y rezando juntos.
Por la tarde, cuando los judíos suelen hacer su paseo del Sábado, José condujo a María a la cercana gruta de Maraha, nodriza de Abrahán. Allí se quedó algún tiempo. Esta gruta era más espaciosa que la del pesebre y José dispuso allí otro asiento. También estuvo María bajo el árbol cercano, orando y meditando, hasta que terminó el Sábado. José la volvió a llevar, porque María le dijo que el nacimiento tendría lugar aquel mismo día a media-noche, cuando se cumplían los nueve meses transcurridos desde la salutación del ángel del Señor. María le había pedido que lo tuviera dispuesto todo, de modo que pudiesen honrar en la mejor forma posible la entrada al mundo del Niño prometido por Dios y concebido en forma sobrenatural. Pidió también a José que rezara con ella por las gentes que. a causa de la dureza de sus corazones, no habían querido darles hospitalidad. José le ofreció traer de Belén a dos piadosas mujeres, que conocía; pero María le dijo que no tenía necesidad del socorro de nadie. En cuanto se puso el sol, antes de terminar el Sábado, José volvió a Belén, donde compró los objetos más necesarios: una escudilla, una mesita baja, frutas secas y pasas de uva, volviendo con todo esto a la gruta. Fue a la gruta de Maraha y llevó a María a la del pesebre, donde María se sentó sobre sus colchas, mientras José preparaba la comida. Comieron y rezaron juntos. Hizo José una separación entre el lugar para dormir y el resto de la gruta, ayudándose de unas pértigas de las cuales suspendió algunas esteras que se encontraban allí. Dio de comer al asno que estaba a la izquierda de la entrada, atado a la pared. Llenó el comedero del pesebre de cañas y de pasto y musgo y por encima tendió una colcha. Cuando la Virgen le indicó que se acercaba la hora, instándole a ponerse en oración, José colgó del techo varias lámparas encendidas y salió de la gruta, porque había escuchado un ruido a la entrada. Encontró a la pollina que hasta entonces había estado vagando en libertad por el valle de los pastores y volvía ahora, saltando y brincando, alrededor de José. Este la ató bajo el alero, delante de la gruta y le dio su forraje. Cuando volvió a la gruta vio, antes de entrar en ella, a la Virgen rezando de rodillas sobre su lecho, vuelta de espaldas y mirando al Oriente. Le pareció que toda la gruta estaba en llamas y que María estaba rodeada de luz sobrenatural. José miró todo esto como Moisés la zarza ardiendo. Luego, lleno de santo temor se retiró, entró en su celda y se prosternó hasta el suelo en oración.
He visto que la luz que envolvía a la Virgen se hacía cada vez más deslumbrante, de modo que la luz de las lámparas encendidas por José no eran ya visibles. María, con su amplio vestido desceñido, estaba arrodilla-da en su lecho, con la cara vuelta hacia el Oriente. Llegada la medianoche la vi arrebatada en éxtasis, suspendida en el aire, a cierta altura de la tierra. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho. El resplandor en torno de ella crecía por momentos. Toda la naturaleza parecía sentir una emoción de júbilo, hasta los seres inanimados. La Virgen Santísima, levantada de la tierra en medio del éxtasis, oraba. De repente el Verbo eterno, el Hijo del Altísimo, saliendo como luz de su seno virginal, apareció ya ante ella. María bajaba las miradas sobre su Dios, de quien se había convertido en Madre. Vi a nuestro Señor bajo la forma de un pequeño Niño todo luminoso, cuyo brillo eclipsaba el resplandor circundante; acostado sobre una alfombrita ante las rodillas de María. Me parecía tan pequeñito. Pero irradiaba una luz tan potente y deslumbradora que no puedo explicar cómo pude mirarla.
La Virgen permaneció algún tiempo en éxtasis; luego cubrió al Niño con un paño, sin tocarlo y sin tomarlo aún en sus brazos. Poco tiempo después vi al Niño que se movía, y lo oí llorar. En ese momento fue cuando María pareció volver en sí misma, y, tomando al Niño, lo envolvió en el paño con que lo había cubierto, y lo tuvo en sus brazos, estrechándolo contra su pecho. Se sentó, ocultándose toda ella con el Niño bajo su amplio velo, y creo que le dio el pecho. Vi entonces en torno a los ángeles, en forma humana, hincándose delante del Niño recién nacido, para adorarlo.
Cuando habría transcurrido una hora desde el nacimiento del Niño Jesús, María llamó a José, que estaba aún orando con el rostro pegado a la tierra. Se acercó, prosternándose, lleno de júbilo, de humildad y de fervor. Sólo cuando María le pidió que apretara contra su corazón el Don sagrado del Altísimo, se levantó José, recibió al Niño entre sus brazos, y derraman-do lágrimas de pura alegría, dio gracias a Dios por el Don recibido del cielo.
María fajó al Niño: tenía sólo cuatro pañales. Más tarde vi a María y a José sentados en el suelo, uno junto al otro: no hablaban, parecían absortos en muda contemplación. Ante María, fajado como un niño común, estaba recostado Jesús recién nacido, bello y brillante como un relámpago. He visto que pusieron al Niño en el pesebre, arreglado por José con pajas, lindas plantas y una colcha encima. El pesebre no era sino una gamella excavada en la piedra misma, destinada a dar de beber a los animales. Encima tenía un comedero, con ancha abertura, hecho de enrejado de maderas y alzado sobre cuatro patas, de modo que los animales podían alcanzar cómodamente el heno o el pasto colocado allí. Para beber no tenían más que agachar la cabeza al bebedero de piedra que estaba debajo.
Cuando hubieron colocado al Niño en el pesebre, permanecieron los dos a ambos lados, derramando lágrimas de alegría y entonando cánticos de alabanza. José llevó el asiento y el lecho de reposo de María junto al pesebre. Yo veía a la Virgen, antes y después del nacimiento de Jesús, arropada en un vestido blanco, que la envolvía por entero. Pude verla allí durante los primeros días sentada, arrodillada, de pie, recostada o durmiendo; pero nunca la vi enferma ni fatigada...
Gracias, Señor, por haber nacido en manera tan extraordinaria, conservando intacta la virginidad de tu Madre. Gracias, María, por compartir estos secretos de tu Corazón Inmaculado conmigo. Quiero adorar Tu Hijo en la humildad de mi corazón. Ayúdame a transformarme en un templo digno de tu Hijo, Luz de Luz.